viernes, 20 de agosto de 2010

Calaveras y sus dientes de acero

Escaleras abajo, los lamentos sin palabras de los prisioneros encadenados van bajando.
No hay lenguas de carne con las cuales gritar, no hay labios secos que mojar, siquiera con un harapo húmedo, ni dientes que crujan de tanto dolor y tristeza.
Han decretado los sacerdotes, que visten pieles de serpientes emplumadas y llevan bastones de piedras preciosas, que serán vigilantes mudos de la pirámide, pasto de la admiración de los viajeros, pesadilla de los enemigos, pánico de los criminales.
Sí, armas perfectas se han creado a partir de esos inútiles esclavos, armas perfectas, inhumanas, a la par con los monstruos hijos de la tiera más escondida, del mar más negro.
No importa si aún queda en ellos algo de humanidad, de carne y sangre que late bajo la piel. El Grande Señor ha ordenado un ejército para aplastar a los venidos del mar; un ejército, como no se ha visto en los Cuatro Costados se le dará.
Dicen los sacerdotes, especialmente los más altos, que el Quinto Sol traerá la fin de la casa del Señor de Jade, pero el viento, mensajero eterno de los dioses, nos ha dicho que los llegados de cara cara de requesón, sangran y sudan como nosotros, nuestra tierra es extraña para ellos, y no conocen nada de sus secretos.
Se llenará el valle de su sangre, y los altares beberán sus sesos y entrañas, cuando los escribas confecciones nuevos papairos, cuando el sol vuelva a alzarse encima de nuestros tocados de plumas verdeazules.

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