domingo, 6 de diciembre de 2009

La maldición de los desiérticos

Viven en los desiertos que no arden de sol. Allá, más allá de los valles, donde queda el desierto frío, de arenas azules.

Viven del peregrinar constante entre luna y luna de este mundo. Como salamndras de la tierra que corren de sombra a sombra. Ellos conocen a todos los pueblos vecinos del Golfo de los Cinco Mares, los pastores, los pescadores, los hombres rudos con las caras oscuras de tanto trabajar el fuego.

Frente al sol, ellos tienen faz que los hombre llaman de serpiente. Ojos que pueden robar de su voluntad a quien les mira con demasiado detenimiento, almas que se quedan en esos sarcófagos de ámbar. Talles medianos, elásticos, de andares líquidos por las arenas cómodas, de voces músicales y secretas.

Los correctos científicos humanos creen que sus formas se deben a defectos genéticos. Los religiosos los creen descendientes de la Serpiente de su libro, y por lo tanto prohiben, en su supersticiosa fe, el contacto con alguno de los Pueblos Reptilescos.

Son hijos del demonio, creen los muy santos sacerdotes humanos.
Hay que curar sus rostros duros, sus pieles de armadura jadeosa, son enfermos de la cara, dicen los excelentes e ilustres señores de ciencia y fama.

Y ahora que se surgen leopardeces en mi cara, me quieren desesperadamente y a toda costa bello, hijo de la ciudad, con minúsculas, de las familias aburridas, de las correctas, con las rutinas camellescas, de los pueblos que dicen sí a todo lo que venga de los atriles, a todo lo que digan los médicos de revista.

Aprovechando las Épocas de las Fugas, me escabullo en las carretas con ruedas modernas, y me voy a la verdadera buenaventura, a los pueblos heridos por los reinos fanáticos.

Malditos por ser monstruos, para otros, condenados por ser demonios santos.

Allá hay hermanos míos. Allá hay una mejor hacienda para las vidas que me quedan.

Me van a quemar en la hoguera si no escapo de ésta prisión, pero si me voy, no volveré a ver a la tierra de mis padres.

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