lunes, 21 de diciembre de 2009

La mesa de los ladrones

Ni se te ocurre, mano del turista, meterte al plato donde no te han llamado.
Si no te han indicado, ellos de los platos cansados y los dedos que tiemblan de la zozobra , que tienes su permiso para comer de su plato, no te metas.
Talvez vivan de la sombra, del paso que nunca se oye, de las manos rayo y la muchedumbre que los devora, pero es código férreo nunca tomar vidas.
Esa es su primera ley.
Por tal razón, es esencial para ser aceptado en su tribu saber moverse sin hacer ruido, saber andar sin llamar la atención, no tener ningún físico ni modismo único.
No ser bello ni feo, no esperar gran cosa de la vida, conocer la ciudad como la palma de la mano, y no hacerlo por maldad ni por codicia.
A pesar de la severidad de las reglas, sus guaridas están siempre llenas, siempre hay, no siempre pero de manera constante, hay nuevos reclutas, nuevos brazos nuevos ojos para seguir tejiendo la red.
Pero el estómago siempre acaba tenso, siempre hay hambre, siempre nos verás caminando de un lado para el otro, cuando no estemos desnudándote sin que te des cuenta, estaremos enamorados de una vitrina de restaurante o local.
Porque talvez tengamos todos los vestidos y las modas, todos los acentos y estratos,
pero el hambre es lo único que nos separa de los que habitan en las casas de alto barrote, donde estan los que mandan en los reinos, los de gran feudo, donde la comida es tan grande que vivirían satisfechos, sin trabajar, hasta la quinta generación.
Tú crees que tienes derecho, por religión, a pedirles caridad y compartires a las gentes de las muchedumbres.
Inténtalo, así seas mujer, acabarás con un golpe de cubierto en lacara, o en el peor de los casos, tu cabeza será un plato, el cubierto revolviendo el seso y el ojo como un cocido.

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